Los órganos sensoriales son las puertas de la percepción. A través de los órganos sensoriales nos comunicamos con el mundo exterior. Son las ventanas del alma a las que nos asomamos, en definitiva, para vernos a nosotros mismos. Porque ese mundo exterior que «sentimos» y en cuya incuestionable realidad tan firmemente creemos, en realidad no existe.
Vayamos por partes. ¿Cómo funciona nuestra percepción? Cada acto de percepción sensorial puede reducirse a una información producida por la modificación de las vibraciones de las partículas. Miramos, por ejemplo, una barra de hierro y observamos que es negra, la tocamos y notamos que está fría, olemos su olor característico y percibimos su dureza. Calentemos la barra con un soplete y veremos que su color cambia y que se pone roja e incandescente, notaremos el calor que despide y observaremos su ductilidad. ¿Qué ha pasado? Sólo que hemos conducido a la barra una energía que ha provocado el aumento de la velocidad de las partículas. Esta aceleración de las partículas ha provocado cambios en la percepción que describimos con las palabras «rojo», «caliente», «flexible», etc.
Este ejemplo nos indica claramente que nuestra percepción se basa en la frecuencia de la oscilación de las partículas. Las partículas llegan a unos receptores especiales de nuestros órganos de percepción, donde provocan un estímulo que, por medio de impulsos químico–eléctricos, es conducido al cerebro a través del sistema nervioso y allí suscita una imagen compleja que nosotros catalogamos de «roja», «caliente», «olorosa», etc. Entran las partículas y sale una percepción compleja: entre lo uno y lo otro está la elaboración. ¡Y nosotros creemos que las imágenes complejas que nuestra mente elabora con las informaciones de las partículas existen realmente fuera de nosotros! Ahí reside nuestro error. Fuera no hay más que partículas, pero precisamente las partículas no las hemos percibido nunca. Desde luego, nuestra percepción depende de las partículas, pero nosotros no podemos percibirlas. En realidad, nosotros estamos rodeados de imágenes subjetivas.
Desde luego, estamos convencidos de que los demás (¿existen los demás?) perciben lo mismo, en el caso de que ellos utilicen para la percepción las mismas palabras que nosotros; sin embargo, dos personas nunca pueden comprobar si ven lo mismo cuando dicen «verde». Estamos solos en la esfera de nuestras propias imágenes, pero cerramos los ojos a esta verdad.
Las imágenes parecen tan reales —tan reales como en los sueños—, pero sólo mientras dura el sueño. Un día uno se despierta de este sueño de cada día y se asombra de que este mundo que considerábamos tan real se diluya en la nada: maja, ilusión, velo que nos oculta la verdadera realidad. Quien haya seguido nuestra argumentación puede replicar que aunque el mundo exterior no exista con la forma que nosotros percibimos, existe un mundo exterior formado de partículas. Pues también esto es una ilusión. Porque en el plano de las partículas no se aprecia la divisoria entre el Yo y Los Demás, entre Dentro y Fuera. Mirando una partícula no se aprecia si me pertenece a mí o al entorno. Aquí no hay fronteras. Aquí todo es uno.
Precisamente éste es el significado del viejo principio esotérico «microcosmos = macrocosmos». Este «igual» tiene aquí exactitud matemática. El Yo (Ego) es la ilusión, la frontera artificial que sólo existe en la mente hasta que el ser humano aprende a ofrecer en sacrificio este Yo y averigua, con asombro, que la temida «soledad» no es sino «ser uno con todo». Pero el camino de esta unión, la iniciación a la unidad, es largo y arduo. Sólo estamos unidos a este mundo aparente de la materia por nuestros cinco sentidos, como las cinco llagas que quedaron en Jesús después de que fuera clavado a la cruz del mundo material. Esta cruz sólo puede superarse convirtiéndola en vehículo del «renacimiento espiritual».
Al principio de este capítulo decimos que los órganos de los sentidos son las ventanas de nuestra alma por la que nos contemplamos a nosotros mismos. Lo que llamamos entorno o mundo exterior no son sino reflejo de nuestra alma. Un espejo nos permite mirarnos y reconocernos, porque nos muestra las zonas que sin el reflejo no podríamos ver. Es decir, que nuestro «entorno» es un medio grandioso que debe ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. Dado que la imagen que aparece en el espejo no es siempre halagüeña —porque también nuestra sombra se refleja en él—, nos empeñamos en hacer distinciones entre nosotros y el mundo exterior y protestar que nosotros «no tenemos nada que ver con eso». Sólo ahí reside el peligro. Nosotros proyectamos al exterior nuestra forma de ser y creemos en la independencia de nuestra proyección. Luego, omitimos interiorizar la proyección y aquí empieza la Era de la asistencia social en la que todos se ayudan mutuamente y nadie se ayuda a sí mismo.
Para nuestra toma de conciencia, necesitamos el reflejo que viene de fuera. Pero, si queremos estar sanos y enteros, no debemos dejar de admitir dentro de nosotros mismos esa proyección. La mitología judaica nos expone el tema con la imagen de la creación de la mujer. A Adán, criatura perfecta y andrógina, se le quita un costado (Lutero traduce «costilla») al que se da forma independiente. Ahora falta a Adán una mitad que él ve como oponente en la proyección. Ha quedado incompleto y sólo podrá estar otra vez entero uniéndose a lo que le falta. Pero esto sólo puede realizarse por medio de lo externo. Si el ser humano deja de reintegrar gradualmente a lo largo de su vida aquello que percibe del exterior, cediendo a la tentadora ilusión de creer que el exterior no tiene nada que ver con él, entonces el destino empieza poco a poco a impedir la percepción.
Percibir equivale a tomar conciencia de la verdad. Esto sólo es posible si el ser humano se reconoce a sí mismo en todo lo que percibe. Si se le olvida, entonces las ventanas del alma, los órganos de los sentidos, poco a poco se empañan, pierden la transparencia y obligan al ser humano a volver su percepción hacia dentro. En la medida en que los órganos de los sentidos dejan de funcionar, el hombre aprende a mirar hacia dentro y a escuchar en su interior. El hombre es obligado a recogerse en sí mismo.
Existen técnicas de meditación por las que el ser humano se recoge voluntariamente: se cierran las puertas de los sentidos con los dedos de las dos manos: oídos, ojos y boca, y se medita sobre las percepciones sensoriales internas que, al que llega a adquirir cierta práctica, se le ofrecen como gusto, color y sonido.
Extracto de LA ENFERMEDAD COMO CAMINO
THORWALD DETHLEFSEN y RUDIGER DAHLKE
Título original: Krankheit als Weg
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