jueves, 21 de agosto de 2014

Medicame, que me gusta: Adictos a los fármacos


http://www.juntosbien.org



por MÓNICA MÜLLER


De todos los casos de intoxicación aguda que se atienden en los hospitales públicos de la Argentina, la segunda causa después del alcohol son los medicamentos. Por lo tanto, hay que cambiar el enfoque. De esto se trata el libro "Sana Sana - La industria de la Enfermedad", de la médica y ex publicista Mónica Müller (Sudamericana, 214 pag.). Aquí un fragmento:
 
"(...) Te lo cuento porque me pasa todos los días -dice con tristeza-. Hasta las seis de la tarde tengo la buena voluntad de convencerlos. Al final del día, harto y desanimado, les extiendo en silencio tres recetas: losartán, metformina y simvastatina, y se van de lo más contentos. Que Dios los ayude. (...)".

El doctor Alberto Agrest fue el último gran médico que hemos perdido los argentinos. Murió en plena juventud a los ochenta y ocho años, en 2012. Todos sus hermosos libros deberían ser de lectura obligatoria en los últimos años de la carrera de Medicina, pero no lo son porque el programa no los incluye y dificilmente un docente los mencione. Los médicos no tienen tiempo para leer, y menos aún textos que no sean de aplicación práctica y directa para su especialidad.
Antes de salir del cascarón, cuando todavía están inmersos en el universo protector y nutritivo del hospital, los estudiantes son captados por el sistema de educación intensiva de los laboratorios, que los abruma con estadísticas (ahora llamadas evidencias) y les extirpa el hábito de reflexionar sobre lo que saben y no saben y sobre lo que hacen, lo que quieren y lo que no quieren hacer.
Absorbidos tanto por el remolino irresistible del sistema como por la necesidad de encontrar un lugar donde formarse y producir dinero, ya antes de recibir el título pasan a ser "concesionarios de la industria médica", según la definición de Agrest. En esas condiciones, ¿qué estudiante a punto de recibir el título querría sentarse a leer las reflexiones de un hombre sabio y sus ideas para modificar el rumbo de catástrofe que lleva el sistema médico? Como él mismo señalaba, es muy difícil negar creencias de las cuales se obtienen beneficios.
A pesar de su inmenso prestigio, y de la admiración y el respeto unánimes que tuvo entre sus colegas. Alberto Agrest no era un especialista. Más que los órganos le interesaban las personas. Todos sus textos se orientan como girasoles en una única dirección: la necesidad de regresar a una medicina sensata. (...)
Es innegable que la suma de conocimientos sobre factores de riesgo permite hacer mucho para evitar lesiones, enfermedades y una muerte precoz. Los eventos cardiovasculares y el cáncer, las dos principales causas de muerte en nuestros países privilegiados, pueden retardarse o aun evitarse en gran medida ocupándose en forma seria de cinco factores:
> la presión arterial alta,
> el volumen de glucosa y
> de grasas circulando en la sangre,
> la obesidad, y
> el hábito de fumar.
En términos médicos,
la hipertensión,
la diabetes,
la hiperlipidemia,
el sobrepeso, y
el tabaquismo.

Hagamos un test: ¿cuando usted leyó lo anterior pensó en los medicamentos que conoce para tratar esos problemas? ¿O en zapatillas deportivas, bicicletas, repollos, brócoli, tomates, nueces, pan integral y manzanas? No trate de engañarme. Conozco la respuesta. A todos nos pasa. Es lo que hemos aprendido de nuestros médicos y ellos han aprendido de la industria que los sostiene. Algunos refunfuñarán porque saben que la dieta adecuada y la actividad física regular resultan tan efectivas como las drogas usuales para controlar esos parámetros vitales, sin sus efectos adversos, tanto en forma preventiva sobre personas sanas como en quienes ya han sufrido un evento cardiovascular, pero en el fondo deben reconocer que la realidad del consultorio es muy distinta, no sólo por lo que hacen ellos sino también por lo que hacen sus pacientes. Un cardiólogo me describe una escena repetida de su consultorio en el hospital:
-Llega el paciente con la presión, la glucosa y los triglicéridos en el límite superior del rango normal. Tiene cincuenta años, hace siglos que no hace actividad física y está excedido de peso. Con infinita paciencia le explico que esos datos indican una alteración de todo su metabolismo que todavía estamos a tiempo de corregir con unos pocos cambios de hábitos para evitar que se instale una enfermedad. Le aclaro que tendremos que hacer algunos estudios para pesquisar las causas y los alcances de esas alteraciones, y controles periódicos para verificar que no progresen. Admito que lo que le propongo no es fácil. Todos estamos habituados a comer mal y a no movernos, pero le aseguro que vale la pena intentarlo, porque tal vez los medicamentos van a normalizar los parámetros en forma artificial, pero no son inocuos y debería adoptarlos para siempre si no hiciera además unos cambios en su vida. Mientras escribo le voy indicando: 1) caminar cuarenta minutos todos los días; 2) eliminar los lácteos y las carnes; 3) adoptar gradualmente una dieta mediterránea (miles de recetas en la web); 4) reducir el alcohol a un vaso de vino tinto por día; 5) pan, sólo integral; 6) entre comidas, nueces, almendras y pasas de uva. En el punto 3 ya me mira raro. Piensa que soy un mal médico, pero además un tilingo. Para alentarlo le digo que si mantiene esos hábitos durante siete u ocho meses su presión, su glucemia, sus lípidos y su peso van a volver a la normalidad o se van a reducir en forma significativa sin tomar medicamentos. Y además, le prometo, le va a encontrar el gusto a la nueva dieta y a caminar todos los días. Pero en el punto 5 ya no me escucha. "Está bien, doctor, pero ¿qué tomo? ¿Para la presión, para el colesterol, no me va a dar nada?".
-Te lo cuento porque me pasa todos los días -dice con tristeza-. Hasta las seis de la tarde tengo la buena voluntad de convencerlos. Al final del día, harto y desanimado, les extiendo en silencio tres recetas: losartán, metformina y simvastatina, y se van de lo más contentos. Que Dios los ayude.
El discurso macachón sobre medicina preventiva ha logrado que hasta los más indiferentes hayan incorporado el concepto. Pero no siempre se discrimina entre prevención primaria y secundaria.
La primera es la que pueden hacer las personas sanas para evitar enfermarse.
La segunda es la que deben hacer los pacientes que ya han sufrido un evento cardiovascular para prevenir que se repita.
Mi confidente cardiólogo es uno de los especialistas responsables que intentan poner en práctica las recomendaciones que desde hace varias décadas surgen de los estudios clínicos: una dieta saludable y actividad física regular son la mejor prevención primaria. Pero no le resulta sencillo.
Es evidente que los pacientes que ya han sufrido un episodio son más vulnerables, y para ellos es aconsejable mantener los parámetros dentro del rango de lo que se considera menos riesgoso. Las estadísticas dicen que manteniendo una presión arterial entre 80 y 130, una glucemia menor a 100, un colesterol total menor a 200 y un colesterol HDL (el llamado bueno) mayor a 60, esas personas viven más tiempo y tienen menos posibilidades de volver a tener un infarto cardíaco. Si no pueden o no quieren cambiar hábitos dañinos tal vez es mejor que emprendan el camino de los medicamentos que mantendrán esos números en su lugar en forma artificial y que se resignen a los efectos colaterales que puedan sufrir.
También hay que tener en cuenta que algunos casos de hipertensión pueden ser provocados por enfermedades orgánicas, que cuando las arterias se endurecen, la tensión arterial alta es irreversible y que excepcionalmente los lípidos muy elevados pueden deberse a determinantes genéticos. En esas situaciones especiales, si la persona está en riesgo cierto de beneficio de un tratamiento con drogas. Pero en su inmensa mayoría, el inicio de esos desequilibrios pueden evitarse, porque se deben a la mala vida que llevamos los que comemos cualquier cosa y pasamos los días sentados frente a un escritorio, una computadora o un televisor.
Un estudio impresionante publicado por la revista médica estadounidense The Journal of the American Medical Association (JAMA) informa que ver televisión durante muchas horas diarias está claramente asociado con un riesgo mayor de mortalidad y de tener diabetes tipo 2 y enfermedades cardiovasculares. En muchos países europeos se dedica el 40 por ciento del tiempo libre a mirar televisión (en Australia, el 50 por ciento), lo que corresponde a 3,5 o 4 horas diarias. En los Estados Unidos, el tiempo de inmovilidad frente a la pantalla es aún mayor: un promedio de 5 horas diarias. Además de anular el tiempo que podría dedicarse a la actividad física, mirar televisión se asocia con una marcada tendencia, tanto en chicos como en adultos, a consumir alimentos nocivos como comida frita, procesada, envasada y a tomar bebidas azucaradas, es decir, lo que se exhibe en la tanda publicitaria. (...)
Es mucho más sencillo y placentero picar snacks delante del televisor que comer una ensalada después de hacer caminado una hora. Lo digo sin ironía. Si no fuera porque conozco las consecuencias de hacerlo y me asustan los efectos adversos de las drogas que tendría que tomar para contrarrestar tantos hidratos de carbono, conservantes, sal, grasa y sedentarismo, me tiraría ya mismo a leer en mi sillón con una buena cerveza bien fría y un platazo de papas fritas de bolsa (o mejor dos). Homero Simpson es mi modelo de vida, y no hablo en broma.
Lo cierto es que no necesitamos que nos digan lo que tenemos y lo que no tenemos que hacer para vivir más. Los ministerios de salud de todo el mundo, los colegios médicos y las organizaciones civiles trabajan en forma responsable para informar a la opinión pública sobre los hábitos que favorecen o no una vida larga y saludable. Pero todas esas buenas intenciones e inversiones sumadas resultan siempre insignificantes en relación con lo que la industria de la alimentación invierte para promover la venta de sus productos.
Las consecuencias se miden en kilogramos de tejido adiposo superfluo, transportado en gran parte de la población de los países donde los alimentos no son una necesidad sino artículos sofisticados diseñados para crear deseo y adicción.

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